domingo, 12 de septiembre de 2010

TEDIO

El pueblo se llamaba X. Era un pueblo corriente, con sus pequeñas casitas, su iglesia y su pequeño ambulatorio. La generación X había cumplido 19 años por aquella época. Este pueblo corriente estaba habitado por gente corriente, de esa que aparece en el censo pero nunca escribe en el diario ni da su opinión en la televisión. Esas personas que nacen, viven, mueren, y todo esto en el mismo término municipal. Mi generación vivía gracias a los subsidios venidos de la bendita Europa, estudiaban en la capital de la provincia o trabajaba a tiempo parcial en cualquier obra. Noche tras noche se reunían en el mismo lugar para hablar de los mismos asuntos y jugar al futbolín. Todos eran morenos, altos algunos, bajitos otros. Todos hablaban aunque no dijeran nada. Ellas eran pequeñas Anas, vestidas a la moda de las tiendas de la capital de provincia, fumaban Lucky Strike y estaban enganchadas a las redes sociales. Ellos eran pequeños Joses, ataviados según los gustos de sus madres y con un vicio clave: el fútbol y sus derivados (léase peñas deportivas, el futbolín que acompaña a la Mahou y juegos electrónicos varios). A los 19 Ana II llevaba seis años de noviazgo con Jose I. Ana III había tenido un hijo. Ana I había salido con Jose III, después se había liado con Jose IV y ahora estaba enamorada de Jose II. Jose VIII había marchado a Madrid. Desde entonces ya no era el mismo, decían unos. Que era gay, decían los otros.
Ellos no hablaban idiomas extranjeros sino un dialecto del castellano. No profesaban religiones, sino que se movían por intereses mundanos. No anhelaban metas profesionales, sino una casita con piscina y unas vacaciones en alguna playa. Ay, la playa. Era su punto débil, su vía de escape para todo el año de rutina. 15 días en Matalascañas y la vida recobraba sentido.

No conocían la palabra “tedio”. Nunca la habían escuchado, sin embargo, la sentían en sus huesos casi a diario. El tedio se les acercaba y les susurraba algo por la noche, antes de ir a dormir o se les aparecía durante las sobremesas cuando nadie tenía nada más que contar. Ellos llamaban a eso aburrimiento, puro y duro, superficial y efímero. Pero no.

Un día Ana X se encontró la palabra maldita en un texto que analizaba para su curso. La buscó en el diccionario y, una vez leyó la definición se sintió tan identificada que el corazón se le heló por un momento. Era incapaz de creer que alguien pudiera definir con tal exactitud este sentimiento difuso y difundido que había sentido durante tanto tiempo.

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